Me decidí a contar mi primera vez. De antemano debo aclarar que no fue por amor,
diré que tuvo lugar por oficio y dinero. Aunque ya se sabe a la hora de dar
ciertos pasos el sentimiento brota, provoca filtraciones y grietas que pueden
sembrar el derrumbe para la ocasión.
La necesidad fue el denominador común. Más urgente para mí,
con amplio margen de comodidad para la otra persona, diría que hasta el
escenario de la displicencia.
Me rodean lugares
comunes: “el hereje es mellizo de la necesidad”; “la experiencia es un peine
que te acerca la vida cuando te quedás pelado”; “pongamos el carro en
movimiento que el melón tiende a ordenarse…” o “mejor dar vuelta la página”.
Este último un principio erróneo que infiere imposible regresar a ellas, e
incluso un breve “filete” con el que bromeaba mi abuela: “el que desprecia
compra” decía María y acotaba “pero ese día...”
Leí y escuché muchas leyendas sobre la primera vez: que se trata de experiencias intransferibles,
tanto desde la teoría como en la práctica. Que el vínculo del dinero puede ser
condicionante o convertirse en el eje principal. Para algunos sabelotodo incluso
el porcentaje de influencia del papel moneda no es menor al 50% de piso y el
techo supera al 100, por lo cual liberado del porcentaje la ecuación se
transforma en una progresión geométrica, léase infinita.
Me preparé con elegancia: camisa blanca bien planchada,
corbata y los zapatos lustrados como requería la directora de mi escuela
primaria. “El calzado es un espejo de los caballeros” se jactaba aquella mujer de
peinado batido en spray. Afeitado, con el bigote recortado a tijerita y
arropado por mi perfume de la suerte viajé más que horas para la cita.
Puntual, como no acostumbro, estuve allí antes de tiempo.
Una señorita me preguntó tres veces mi apellido. Sonreí
tentado de recalcarle que la terminación en “an” -de Autalán- habilita la
chance de entonar cánticos con rimas de tribuna popular.
No lo hice, destilar humor minutos antes de la primera vez es
inapropiado.
El margen de error es exiguo cuando uno dejó la adolescencia
en imágenes de blanco y negro. Tenerlo en claro lo consideré a mi favor,
incluso con discreción, porque confianza no me faltaba esa mañana.
“¡Señor Autalán, puede pasar!” me dijo la muchacha.
“¡Señor Autalán, puede pasar!” me dijo la muchacha.
Y levanté la cabeza, me creí el capitán de la
Selección de Francia ingresando al Parque de los Príncipes a jugar la final de
la Eurocopa. Diría que hasta pude acomodarme, glamoroso, los cabellos que ya no
tengo. “¡Qué saben los pitucos!” (1) recordé al doctor Alberto Castillo y me
repetí “¡Pugliese, Pugliese, Pugliese!” Caminé unos pasos y ahí estaba él,
elegante, bien peinado, con la sonrisa leve de ocasión. Las luces de alarma de
mi primera vez se encendieron cuando me dio la mano, liviana, casi que la quitó
antes de estrechar la mía.
No era menester cambiar las pocas palabras que había preparado
toda la semana previa, improvisar es el pase libre al fracaso dice el manual de la primera vez. Y él ni siquiera rompió el hielo. A las pruebas me remito, los dos cortados que nos sirvieron estaban fríos.
Y fiel a mi oficio, en la inevitable lectura de la expresión
gestual-corporal, certifiqué que no me miraba cuando yo hablaba, tampoco escuchaba
mi brevedad y ya estaba dos estaciones más allá de nuestra mueca de diálogo.
No pretendía un abrazo, pero sí el protocolo mínimo. Me
interrumpió y tuve la seguridad de que él
ni siquiera podía repetir mi nombre y apellido sin leerlo en su Ipod. Y miró hacia un vértice lejano de la mesa y dijo:
“estamos en la búsqueda, ciertamente urgente, de una persona más joven que
usted. Gracias por venir”. El agradecimiento es
una licencia que me permito agregar, no puedo dar fe que existió.
“Me tengo que ir, me esperan” fue su despedida, otra vez la
mano más rápida que la vista o el contacto. ¿Será que es de privativo de los
tenistas eso de saludarse con el perdedor? Quizás.
Y así fue la primera vez que me “acusaron” de tener una edad
inapropiada para trabajar como periodista. Como dirían los canales de cable, "esto ocurrió hace instantes".
Aún en la certeza de que historias similares se
repetirán con otros personajes, con similares necesidades de lograr o sumar un
empleo, en otros oficios, diré que preso del golpe continúo groggy y conciente.
Pero le hice señas al
juez: ¡estoy para seguir! Aunque otro directo a la mandíbula o al alma me
dejarán en la lona durmiendo sin soñar por más de diez segundos.
No abrazaré la tentación de sentirme el blanco perfecto de
la frase del chiquito de Sexto Sentido en cuanto a que “ellos no saben que
están muertos” o la moralina sobre que “las
derrotas siempre dejan enseñanzas” o ingresar al resentimiento y evitar decir
que esa persona, aún con una edad semejante a la mía -digamos un Sub 54- no ejerció
su pleno derecho a tacharme por lo que le hubiera o hubiese parecido correcto.
Aún cuando sólo supo mi edad.
Es la ley de la oferta y la demanda, algo tal legal como mi
derecho a capitalizar varias tésis sobre derrotas similares. Un valor no
tangible que nos pondrá a tiro de las burlas socarronas, un valor que aplicado
a la rebeldía o a ser lo que soy, y que nos permite disfrutar las remeras de rock de bandas viejas o
actuales. O a volver a colocar un arito en mi oreja izquierda.
(1) Así se baila el tango, (1942) Música Elías
Randal y letra de Marvil (Elizardo Martínez Vilas)