miércoles, 23 de enero de 2013

La primera vez



Me decidí a contar mi primera vez.  De antemano debo aclarar que no fue por amor, diré que tuvo lugar por oficio y dinero. Aunque ya se sabe a la hora de dar ciertos pasos el sentimiento brota, provoca filtraciones y grietas que pueden sembrar el derrumbe para la ocasión.

La necesidad fue el denominador común. Más urgente para mí, con amplio margen de comodidad para la otra persona, diría que hasta el escenario de la displicencia.

Me rodean  lugares comunes: “el hereje es mellizo de la necesidad”; “la experiencia es un peine que te acerca la vida cuando te quedás pelado”; “pongamos el carro en movimiento que el melón tiende a ordenarse…” o “mejor dar vuelta la página”. Este último un principio erróneo que infiere imposible regresar a ellas, e incluso un breve “filete” con el que bromeaba mi abuela: “el que desprecia compra” decía María y acotaba “pero ese día...”

Leí y escuché muchas leyendas sobre la primera vez:  que se trata de experiencias intransferibles, tanto desde la teoría como en la práctica. Que el vínculo del dinero puede ser condicionante o convertirse en el eje principal. Para algunos sabelotodo incluso el porcentaje de influencia del papel moneda no es menor al 50% de piso y el techo supera al 100, por lo cual liberado del porcentaje la ecuación se transforma en una progresión geométrica, léase infinita.

Me preparé con elegancia: camisa blanca bien planchada, corbata y los zapatos lustrados como requería la directora de mi escuela primaria. “El calzado es un espejo de los caballeros” se jactaba aquella mujer de peinado batido en spray. Afeitado, con el bigote recortado a tijerita y arropado por mi perfume de la suerte viajé más que horas para la cita.

Puntual, como no acostumbro, estuve allí antes de tiempo.
Una señorita me preguntó tres veces mi apellido. Sonreí tentado de recalcarle que la terminación en “an” -de Autalán- habilita la chance de entonar cánticos con rimas de tribuna popular.
No lo hice, destilar humor minutos antes de la primera vez es inapropiado.
El margen de error es exiguo cuando uno dejó la adolescencia en imágenes de blanco y negro. Tenerlo en claro lo consideré a mi favor, incluso con discreción, porque confianza no me faltaba esa mañana. 

“¡Señor Autalán, puede pasar!” me dijo la muchacha.

Y levanté la cabeza, me creí el capitán de la Selección de Francia ingresando al Parque de los Príncipes a jugar la final de la Eurocopa. Diría que hasta pude acomodarme, glamoroso, los cabellos que ya no tengo. “¡Qué saben los pitucos!” (1) recordé al doctor Alberto Castillo y me repetí “¡Pugliese, Pugliese, Pugliese!” Caminé unos pasos y ahí estaba él, elegante, bien peinado, con la sonrisa leve de ocasión. Las luces de alarma de mi primera vez se encendieron cuando me dio la mano, liviana, casi que la quitó antes de estrechar la mía.
No era menester cambiar las pocas palabras que había preparado toda la semana previa, improvisar es el pase libre al fracaso dice el manual de la primera vez. Y él ni siquiera rompió el hielo. A las pruebas me remito, los dos cortados que nos sirvieron estaban fríos.

Y fiel a mi oficio, en la inevitable lectura de la expresión gestual-corporal, certifiqué que no me miraba cuando yo hablaba, tampoco escuchaba mi brevedad y ya estaba dos estaciones más allá de nuestra mueca de diálogo. 

No pretendía un abrazo, pero sí el protocolo mínimo. Me interrumpió y tuve  la seguridad de que él ni siquiera podía repetir mi nombre y apellido sin leerlo en su Ipod.  Y miró hacia un vértice lejano de la mesa y dijo: “estamos en la búsqueda, ciertamente urgente, de una persona más joven que usted. Gracias por venir”. El  agradecimiento es una licencia que me permito agregar, no puedo dar fe que existió.

“Me tengo que ir, me esperan” fue su despedida, otra vez la mano más rápida que la vista o el contacto. ¿Será que es de privativo de los tenistas eso de saludarse con el perdedor? Quizás.
Y así fue la primera vez que me “acusaron” de tener una edad inapropiada para trabajar como periodista. Como dirían los canales de cable, "esto ocurrió hace instantes".

Aún en la certeza de que historias similares se repetirán con otros personajes, con similares necesidades de lograr o sumar un empleo, en otros oficios, diré que preso del golpe continúo groggy y conciente.
Pero le  hice señas al juez: ¡estoy para seguir! Aunque otro directo a la mandíbula o al alma me dejarán en la lona durmiendo sin soñar por más de diez segundos.

No abrazaré la tentación de sentirme el blanco perfecto de la frase del chiquito de Sexto Sentido en cuanto a que “ellos no saben que están muertos”  o la moralina sobre que “las derrotas siempre dejan enseñanzas” o ingresar al resentimiento y evitar decir que esa persona, aún con una edad semejante a la mía -digamos un Sub 54- no ejerció su pleno derecho a tacharme por lo que le hubiera o hubiese parecido correcto. Aún cuando sólo supo mi edad.

Es la ley de la oferta y la demanda, algo tal legal como mi derecho a capitalizar varias tésis sobre derrotas similares. Un valor no tangible que nos pondrá a tiro de las burlas socarronas, un valor que aplicado a la rebeldía o a ser lo que soy, y que nos permite disfrutar las remeras de rock de bandas viejas o actuales. O a volver a colocar un arito en mi oreja izquierda.

(1) Así se baila el tango, (1942) Música Elías Randal y letra de Marvil (Elizardo Martínez Vilas)

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