lunes, 31 de diciembre de 2012

Doña Amanda, el espíritu de las fiestas







"Los grandes secretos se aclaran en perdurar”, fue la respuesta que una vez me dedicó doña Amanda, vecina ilustre del viejo Barrio Parque Bernal, ante una de las tantas preguntas que me animé a acercarle en razón de que mi familia destacaba en ella un paladar exquisito para la lectura y su participación en la “Christian Science”, una escuela cristiana que pondera el valor de esa religión y el poder de sanación. Amanda, hija de genoveses, compartió un matrimonio feliz con José, un farmacéutico y buen samaritano. De los boticarios de antes, aquellos que acercaban medicamentos gratis a los vecinos más pobres, cuando en los barrios ni se imaginaba la globalización de las cadenas de farmacias y su trato impersonal con los clientes.


Amanda tenía el único teléfono de todo el barrio, y le llegaban llamadas para el resto de los vecinos, mensajes de trabajo, nacimientos, viajes, fallecimientos, todo pasaba por el teléfono negro de "Doña Amanda" y ella permitía devolver la llamada. El favor no era menor, por aquel entonces en Bernal los teléfonos públicos se encontraban en la “central” de Belgrano casi Nueve de Julio donde las operadoras -enchufando cables en un tablero- generaban el milagro de la comunicación. 
A veces la cuestión demandaba horas de espera y varios pesos.


"Doña Amanda" era su rango vecinal, ella tenía además una habilidad proverbial para el juego de Canasta que enseñó a mi madre y tías. La Canasta, un juego de naipes que –aseguran- exige una memoria destacada para calcular qué cartas van quedando en el mazo, cómo armar juego en esa dinámica y para “robar” los pozos que habilitarán una gama de naipes con mejor puntaje.
Con la misma picardía Amanda, pero en el papel de "Celestina", quería tentar a mi tía Nelly para que la acompañara a la “Christian Science” de la Capital y regresar a Bernal en el tren de las 22 desde Plaza Constitución. “¡Nena, ahí viajan los cadetes de la Escuela Naval de Río Santiago, unos churros bárbaros! Acompañame y quién te dice, ¡te ponés de novia!” recuerda Nelly, riéndose a carcajadas por su negativa a intentar tal aventura. "¡Tenía 20 años!" recuerda.

Comenzaba la década del 60', tiempos duros, posteriores a la “Libertadora” de 1955, remezón mediante para que el yerno de Amanda se exilara en Venezuela. Esa obligatoria mudanza alejó también a su hija “Monona” y a su nieta. Algo que según mis tías caló hondo en el sentir de Amanda. El exilio de su yerno, la muerte de su esposo y de su hijo Alfredo -que se había embarcado como marinero- le quitaron sonrisas, la aislaron en dolor y templaron su espíritu.

Solía acompañar a mi tía en las visitas a la casa de Amanda, siempre había un vaso de Pepsi muy fresca para mí, la antigua Pepsi, antes de que modificaran su fórmula para asemejarla al sabor de la Coca Cola. Esa gaseosa era un premio, porque salvo en algún cumpleaños en mi casa no se las tomaba. La sobrina de Amanda, Dolly era una de esas chicas que llevándonos algunos años, nos trataba con paciencia y cariño. Algo no muy frecuente para cierta crueldad de los niños en sus interrelaciones con otros pares.
En cada visita, le preguntaba algo a Amanda y sus reflexiones se mantuvieron inalterables en el tiempo o revitalizaron su valor y jerarquía según crecí recordando esas prolijas explicaciones.

Es el caso de un ritual con el que amenizó su progresiva e inevitable soledad a partir de la muerte de su esposo, su hijo y el exilio de su hija, yerno y nieta. Ritual que deslizó en cada fiesta de Navidad y Año Nuevo. Ella preparaba la mesa de la cena, con los cubiertos para cada comensal que debía estar allí pero jamás llegaría. Una servilleta, los platos para la comida y el postre, copa de vino, copa de agua, copa de brindis. Flores adornando los manteles bordados a mano.
Las sillas alineadas a los costados de la mesa, en la cabecera se sentaba Amanda, vestida para la ocasión, con sus labios pintados de carmesí, los aros más bonitos que puede lucir una mujer coqueta que mira de frente el correr de los años. Y allí cenaba. La espera al llamado desde Venezuela –a simple vista- no la dominaba con ansiedad, ella disfrutaba de esos placeres que algunos realzan de la vida.
La influencia de la “Christian Science” quizás se traslucía ese ritual, sobre una mesa servida para 6 comensales donde sólo ella cenaba y bebía en silencio. La soledad no querida, la soledad que le había deparado la vida. Si algún dejo de tristeza o nostalgia la afligía no lo demostraba. De esa forma, tomándome la mano, respondió mi cuasi insolente pregunta de futuro periodista para saber el por qué de preparar esa mesa para tantos ausentes con aviso.

“¿Sabés Luisito? Ellos están. Algunos en Venezuela, otros en un largo viaje a un lugar mucho más lejano. Quizás ya habrán llegado y descansan en paz. Pero pongo la mesa para todos, brindo con todos porque ellos están en mi corazón, como yo también estoy en sus almas.  Así de simple querido, ¿no te parece lindo?” y me sirvió Pepsi en una copa de cristal.

Aquella noche de Año Nuevo aprendí a disfrutar el cosquilleo de las burbujas saltando en el cristal. Y desde entonces también brindo por Amanda.


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